30 de diciembre de 2019

A propósito de mi primer viaje a México (continuación...)
















¨Es imposible despedirse para siempre, los fantasmas de los recuerdos sobrevivirán.
Y si algo de mí quedó en México, algo de México quedó en mí.¨




Los viajes son los viajeros, escribía Fernando Pessoa. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Por eso, hay muchas maneras de encarar un viaje.
Están los que proponen el viaje en solitario, quienes detestan los viajes turísticos grupales. Creen que no son más que una mentira organizada. Que si nada puede fallar, si está todo fríamente calculado, no tiene gracia alguna. 
No se bancan, además, los horarios regimentados, los protocolos de las comidas incluídas en el paquete y, sobre todo, a muchos turistas al mismo tiempo disparando sus celulares con ojo bestial.
Debo reconocer que tengo una posición distinta que me pone en una especie de ámbito donde quedo como si fuera un fanático de los viajes grupales, lo cual es una manera de deslegitimar.
Sin embargo, los cuantiosos escépticos que se animan a romper prejuicios, rápidamente se acostumbran al organizado aprovechamiento sistemático del ocio.
Solos o acompañados: he ahí el dilema.
En realidad, ambas interpretaciones, la del viaje individual y las colectivas y controladoras experiencias turísticas, son inteligentemente erróneas.
En el fondo, inexorablemente, todos los viajes se examinan desde el final. 
Y las experiencias vividas solo la podemos describir a través de un prisma personal y único. De últimas, las impresiones grabadas constituyen una extensión de nuestra personalidad.
Analizar, con desinteresado rigor, me parece ser el camino indicado para evocar esos momentos. 
Aunque no parece ser una tarea fácil.


Me convocaba, entonces, a hacer un repaso de los protagonistas importantes que me acompañaron en los caminos mexicanos.


Los guías

Como no estoy entre los elegidores de ignorancia supina, prefiero, por lo tanto, entre otras cosas, las clases magistrales de los imprescindibles guías.







Nunca puede faltar para el viajero en busca de conocimiento, por supuesto, toda la narrativa protagonizada por estos sujetos de repetidas referencias, justificando su condición de elemento insustituible.
Descubridores de historias, reales o mitos, como autores de un género literario, caracterizan a estos relatores de viaje. 
Meros detalles que para cualquier conocedor podrían resultar anodinos pero que fascinan a los profanos que se inician en los vericuetos de un paseo exploratorio.
Aunque, para ser considerado exitoso, el relato no debe ser una simple colección de fechas y sucesos, debe tener, además, una narrativa coherente y estructurada y el valor agregado de picardía y humor. 
El conocimiento se enriquece permanentemente, a lo largo de los viajes, mediante el aporte de estos personajes






Los cumpas

Para ocasionar el placer de entusiasmarnos con la idea de que todas las travesías no son iguales, surgen los nuevos actores principales, los compañeros de viaje.







Compañeros recíprocamente no elegidos, que de pronto, motivados por el afán de la aventura, se debían despojar del individualismo contenido y ponerse en una actitud franca de generosidad colectiva.
El grupo lo integraban cinco australianos, cinco argentinos y tres mexicanos. Es decir, éramos trece, trece. 
Por suerte, para los escépticos, no había en el grupo ningún supersticioso, o, si lo había, no sabía contar. De lo contrario, alguno, lo más probable, se habría tenido que bajar.
En definitiva, teníamos por delante diez días que no conmoverían al mundo, seguramente, aunque sí a los participantes. 
Y casi 3000 kilómetros de convivencia por los caminos del México profundo.
De manera que no debíamos desaprovechar la valiosa compañía.



Al principio se establece una pequeña distancia con nuestros amigos australianos. 
La barrera del idioma, al fin y al cabo, impide un acercamiento afectivo más profundo, al contrario de lo que sucede entre los hispanohablantes entre si, por un lado y los angloparlantes entre ellos, por el otro.










La espontánea y extrovertida Beatriz, con la frescura incauta de la solitaria bien querible y el monologador Raúl, se convirtieron en el ariete ideal para derribar, en parte, los muros de la incomunicación. 



Raúl, el guía, el que me imaginaba como un buen vendedor de libros en un colectivo, merecería un largo elogio. 
Pero no lo voy a hacer porque, como decía Borges, no hay como defenderse de él. Y prefiero evitarle una incomodidad.
También me abstendré de hablar del suscripto y de Alicia, que nos juzgue la historia.




Pero si me detendré en María Cristina y Eduardo. 
Nunca podía faltar una pareja como ellos para hacer placentero un viaje.Sucede que, para absoluto beneplácito de los compañeros de excursión, la desavenencia es una falencia de la que carecen. 
La parsimonia de Eduardo y el don de gente de María Cristina, siempre disponible, nos condenaban a un sistema efectivo de acumulación afectiva. 














Y Jesús, por Dios, podrá conformarse con la yapa de convertirse en un personaje literario. 
Fotógrafo de profesión y maratonista por afición. Dos actividades con las cuales el que escribe se encuentra absolutamente identificado.




Con cara de bueno y un tierno y humilde carácter, se convirtió, quizás por poseer personalidades complementarias, en cómplice de correrías con Beatriz a lo largo del viaje.






Y nunca habrá que olvidar al invalorable y circunspecto Israel, el conductor de la combi, que nos mantuvo ilesos durante todo el viaje.


Por una vez, habrá que admitir que se había formado un grupo ideal de cumpas para el recreo y la diversión.

                                                                            continuará....