10 de julio de 2013

El mito del eterno retorno






El arte, el entusiasmo, el quedarse con las ganas. La combi y la guita. El tiempo libre, el choreo y el miedo. La pizza y la birra. Internet y los groupones. Buenos Aires, hoteles y turismo.



Durante bastante tiempo habían abandonado la costumbre de ir al centro para ver teatro. Los contratiempos eran una carga que desbalanceaba negativamente el placer que les producía.
Los horarios de las funciones teatrales se programan para muy tarde y a la salida debían apurarse para no perder el último subte o el último tren. Impedimento, por ejemplo, para disfrutar de una cena a la salida del espectáculo.
Aunque lo peor no era la privación de la pizza, la birra y el postre. Lo peor era tener que viajar de regreso en tren nocturno a contramano de los que van a laburar.
Solían imaginarse, con las anécdotas policiales vividas, motivaciones no les faltaban, viajando como pasajeros en los tenebrosos subtes neoyorquinos de las ficciones fílmicas yanquis.
En definitiva, la influencia de la lejanía, junto a las madrugadas desoladas y el transporte público, les condicionaba, en exceso, el regreso a casa.
Sin embargo, como porteños que no se resignaban a vivir la condición de “exiliados” en el tercer cordón del conurbano bonaerense, era lícito que no se perturbaran, más de lo necesario, por los amplios márgenes de inseguridad.  Al menos, que no se convirtiera en una imposibilidad, específicamente, para disfrutar de los encantos de la cultura ciudadana, de los atributos de una ciudad tan pródiga en buenas ofertas artísticas como Buenos Aires.
Pero, resultaba comprensible que se ocuparan de ciertos pormenores.
Cuando, a instancia de la necesidad, irrumpieron las combies, ofreciendo el “puerta a puerta” en una misma jornada, lo visualizaron como una solución al sobresalto de las venidas.
Aunque seguían pensando en que no sería difícil encontrar otras maneras de superar el dilema del “eterno retorno”. Alternativas a similares costos.
Así, se les ocurrió que podrían emular a los turistas que viajan a la capital, o a ellos mismos, cuando les tocaba visitar el interior.
Al menos en eso pensaba la mujer, carente de la más mínima ignorancia en lo que a él respecta, sobre todo en gustos, cuando le regaló para su cumpleaños un viaje “de turismo” por la ciudad, con hospedaje, paseos y visitas guiadas.
A esta altura, se podría asegurar que, improbablemente, no encontraran hoteles para todos los gustos y posibilidades. Desde un hostel armado en un viejo edificio reciclado, a un moderno cinco estrellas.
Y, como suponían, bastante cerca de lo cierto, podría no haber, en cuestiones de dinero, mucha diferencia con las combis.
Sin embargo, lo mejor, o lo peor, aún no llegaba.
Sólo se es en cuanto se tiene Internet y si no se tiene, uno es un analfabeto digital. En este caso, por respeto a la sensibilidad de quienes se sienten en la obligación progresista de conmoverse con las desolaciones humanas, debo advertirles que ellos no tienen Internet. Más grave, Internet  los tiene a ellos.
Alfabetizados digitales, se habían convertido en víctimas de la poderosa red que propone costumbres y modas, donde se destaca la antología serial inacabable de ofertas.
Propuestas abrumadoras de todo tipo. Donde sobresalen hoteles que incluyen desayuno, cena, copas de bienvenidas, late check out, pagos con tarjeta en cuotas sin intereses, y sigue la lista.
En fin, el descubrimiento de otra vida, mejor pero no tan cara e inaccesible.
De todos modos, para que la historia cierre faltaba un elemento indispensable: el tiempo.
Ella, reciente jubilada. Él, sexagenario aún no retirado, podría, por su oficio, regalarse días sabáticos para el resto de su vida. Predomina, por tanto, el tiempo liberado.
Al fin y al cabo, cuando esto ocurre, uno tiene el derecho de creer que la ecuación se cierra perfectamente.
Largados, entonces, a caminar por la ciudad que aman, con la parsimonia que proporciona el hecho de tener tiempo de sobra, y descartada la posibilidad de un regreso amargo, se rinden ante el placer del arte en medio de una placentera estadía.
Superado, finalmente, el anticuado mito de Nietzsche, los moviliza ahora el propósito de pensar en las futuras salidas que aún no planificaron y que se encuentran en lista de espera.