24 de noviembre de 2005

En legítima defensa


















El Profesor era un tipo delgado, de una piel fina pegada como papel film directamente sobre el cráneo. Disimulaba un poco su aspecto tenebroso, aunque no su fealdad, con anteojos de carey negro con gruesos cristales de miope. Además fumaba pipa, como Sherlock Holmes, el personaje que tanto admiraba; y usaba moño, como el que solía exhibir el desfachatado turco Asís.

Los que lo recuerdan como profesor de secundaria dicen que acostumbraba relatar sus investigaciones sobre hechos criminales en los horarios de dictado de su materia.
-¿Sonó el timbre?- preguntaba, sabiendo que aún faltaban diez minutos para que sonara.
Sus alumnos, con complicidad manifiesta, para terminar con las monótonas clases y porque finalmente las historias que contaba terminarían siendo fascinantes, le respondían afirmativamente. Con el tiempo serían ellos los que le marcarían el toque del timbre aún faltando media hora para el final de la clase.
El hombre tenía, sin duda alguna, una capacidad especial, y no solamente intuitiva, para la investigación criminal. Desde muy joven leía ávidamente la sección “policiales” de los diarios y devoraba cualquier tipo de literatura que incluyera un crimen y un misterio a resolver.
Conjeturaba sobre los móviles, las formas en que se había producido el crimen y las relaciones de la víctima. Y sobre todo le prestaba mucha atención a los detalles.
-Los pequeños detalles- decía, con la pipa en una mano y el encendedor en la otra -hacen la diferencia entre el crimen perfecto y el que no lo es- y poniéndose bizco, mordía la boquilla de la pipa y prendía el tabaco, sacando rítmicamente el humo por las comisuras de los labios.
-Para descubrir a un asesino hay que pensar como él, con los códigos del crimen, hay que introducirse en su cabeza - lo decía jactancioso de haber esclarecido crímenes que para los más avezados investigadores parecían insolubles.
Aunque le gustaban los medios de comunicación, si hasta supo cultivar una larga amistad con un difunto periodista de policiales de un importante diario de Buenos Aires, sin embargo resultaba extraño verlo, a ese grotesco profesor de secundaria, en la televisión abierta.
Pero más extraño todavía era que fuera conocido y reconocido por los millones de personas que veían diariamente esa mezcla de reality show y noticiero, conducido por un émulo de Mauro Viale y que contenía un bloque dedicado a crímenes aberrantes donde se mostraban crudas imágenes sin censura alguna.
Y al final, al mejor estilo Mariano Grondona, él era el encargado de analizar y comentar el contenido del bloque y resolver los enigmas planteados.
Mientras con una mano sostenía la pipa y con la otra se acomodaba el moño, decía al que quisiera escucharlo una frase tomada seguramente de algún personaje de novela policial:
-El crimen perfecto no existe, sólo hay una perfecta o una fallida investigación-
Para ser sinceros, al principio nadie lo tomaba en serio; pero a partir de varios aciertos resonantes, comenzó a ser tenido en cuenta.
Pero le tocó un caso muy especial. Se trataba de un asesino serial que nadie dudó en definir como un frío, calculador e implacable chacal y al que se le cargaban por lo menos diez asesinatos conocidos y que por su perversidad se lo comparó con el Lecter de “El silencio de los inocentes”.
El profesor sabía demasiado; porque lo investigó desde los primeros cadáveres, con la sangre aún fresca y cuando todavía no estaba en la tapa de los diarios.
Por eso cuando tuvo que enfrentar a las cámaras, con el caso “mediatizado”, ya conocía el modus operandi y el perfil del sicópata y prácticamente tenía el caso resuelto.
Pero como los tiempos y modos de la televisión no son los mismos que los de la vida, la policía o la justicia, por consejo de la producción, comenzó a dar adelantos de la investigación y luego promesas o anticipos.
Detalles anecdóticos, para crear expectativas en los espectadores, pero que no podían pasar desapercibidos para el asesino, quien, si se sentía cercado, no repararía en riesgos.
Por eso la policía, que le había advertido que era imprudente dar a conocer esos detalles, le ofreció protección. Pero él se negó rotundamente a recibirla. No podía permitir de ninguna manera que se lo tratara como a un privilegiado, si él era un ciudadano común, como cualquiera.
-Cuídese profesor- le dijo el experimentado jefe policial.
-No se preocupe, en esto me juego todo mi prestigio- le contestó, -y en esto también me va la vida- le susurra al oído al productor del programa.
Y como no hay tiempo que no se acabe, finalmente anunció que tenía el caso resuelto y que al día siguiente daría todos los detalles sobre el criminal que tenía en vilo a toda la sociedad. Y hasta imágenes prometió.
El asesino, uno de los crédulos televidentes del programa como se demostraría después, estaba obligado por las circunstancias a actuar rápidamente.
En las actuaciones judiciales posteriores al trágico desenlace, consta que el profesor desoyó las advertencias de los vecinos sobre un extraño que merodeaba por el barrio y que solía detenerse frente a su casa mientras su feroz y adiestrado perro no dejaba de levantar los labios y mostrarle su impresionante dentadura.
También figura en el expediente que hubo una serie de circunstancias que favorecieron esa madrugada la entrada del delincuente a la vivienda y que, inexplicablemente, se produjeron por descuido del profesor:
El perro estaba ausente, internado en la veterinaria, convaleciente de una operación que el dueño del animal insistió en que se realizara, aunque no era de urgencia.
La alarma, que nunca había dejado de activarse desde su instalación, estaba desactivada y la puerta que da a la terraza estaba sin llave.
Esa fatídica noche el criminal se acercó a la escena del crimen sin ser advertido, saltó la reja del frente, trepó sigilosamente hasta la terraza y con habilidad felina se introdujo en la vivienda.
En medio de la oscuridad de la habitación, que resultó ser la del profesor, se escuchó un estruendo, sin duda de un arma de grueso calibre, luego un breve silencio y después una potente luz.
El profesor que lo estaba esperando con la cámara de video en “play” y con la Magnun 44 martillada, le había volado la cabeza al intruso.
En “legítima defensa” explicaba, disimuladamente eufórico, al día siguiente por televisión, mientras se veían imágenes del chacal en el suelo, en medio de un gran charco de sangre.