6 de octubre de 2011

Greguería





Todo transcurrió durante la mañana del domingo, con el sol arrogante de octubre, en San Jerónimo, San Luis. Visita social y, de paso, un baño termal con masajes descontracturantes.






Se lo venía prometiendo desde que se instaló hace tres años, buscando su lugar en el mundo, en ese perdido rincón de la geografía argentina llamado San Jerónimo, pequeña ciudad que no alcanza a las diez cuadras de largo ni a los mil habitantes permanentes pero que tiene, sin embargo, el encanto de los pueblitos del interior y el raro privilegio de poseer aguas termales.

De manera que para que no termine todo, como en “naranjo en flor”, en promesas vanas que se escapan en el viento, decidí encontrarme con ese amigo al que no le entraba que en mis frecuentes escapadas al “territorio libre asociado” de los Saá no lo fuera alguna vez a visitar.

La previa conversación por celular sirvió para advertirle de nuestra inmediata presencia, para no caerle por sorpresa y de improviso.

Fue muy breve: solo había que encontrar, entrando por la calle principal, una casa de material con las rejas verdes. Si no la encontrábamos, simplemente, preguntar por el pastor.

Ya en otra oportunidad, la última vez que nos vimos, me había comentado que se dedicaba al “pastoreo” y a cuidar de su rebaño. Pero me lo imaginaba, tratándose de un tipo emprendedor como él, al comando de una pequeña pyme agropecuaria que le permitía completar, con su jubilación, un ingreso digno.

En realidad, para ser sincero, no me cuadraba para nada la idea de que se haya convertido en un pastor evangélico, sobre todo conociéndole sus historias verdaderas.

Ahora, viendo como había levantado un templo en su propia casa, comencé a considerar el asunto más seriamente.

Como era casi el mediodía, fue visita de médico. Y, como era de esperar, el epílogo místico era cantado, se veía venir.

De ninguna manera podía yo negarme a recibir el regalo más preciado que él creía me podía dar, que era “la palabra de Dios”. Como tampoco podía hacer ninguna objeción a su deseo de bendecirnos.

Después de todo, abandonar el orgullo ateo por un rato no significa necesariamente ser un converso. Además, no era el momento de probar si era falsa la profecía de Coelho de que toda bendición que no es aceptada se convierte en una maldición.

Comenzó repitiendo fragmentos de San Juan, desde una Biblia gastada y subrayada, un lugar común del que se precia de traducir “la verdad revelada”.

Luego, tomándonos en abrazos compartidos, y con la cabeza gacha, como un equipo a punto de jugar una final, nos pidió que repitiéramos con él una plegaria.

Yo estaba dispuesto a escucharlo, pero repetir en voz alta sus palabras fue demasiado para mí. De ninguna manera podía abastecerlo de tanta hipocresía.

Quizás, con la mudez, mi racionalidad me impidió sumergirme en esos refinamientos del espíritu.

Sin embargo, lo que no me había perdido fue el previo, concreto y refinado desafío para el físico.

No impidió mi razón sumergirme en las cálidas bañeras de aguas termales, cuando mi experiencia en baños de inmersión se reducía a los que solía darme, con sales y esencias, en mi propia bañera, hacía muchísimos años.