19 de agosto de 2010

Puerca tierra



En este conmovedor relato de John Berger, algunos verán un alegato contra la destrucción de la vida rural a manos de la modernidad capitalista. Lo que es cierto.
A otros, al final de la lectura, nos quedará un escozor y la certeza de lo atrasado, arcaico, innecesario e inhumano que es el sacrificio de animales.





Cuestión de lugar
 Sobre la frente de la vaca el hijo coloca una máscara de cuero negra y se la ata a los cuernos. El cuero se ha ido ennegreciendo con el uso. La vaca no ve nada. Por primera vez han ajustado a sus ojos una noche súbita. Se la quitarán en menos de un minuto cuando ya esté muerta. A lo largo del año, esta misma máscara de cuero presta en total veinte horas de noche para los diez pasos que separan el establo, en donde han sido purgadas, del matadero.
El matadero lo atienden un hombre ya mayor, su mujer, quince años más joven que él, y el hijo de ambos, que tiene veintiocho.
Al no ver nada, la vaca se resiste a avanzar, pero el hijo tira de la soga atada a los cuernos, y la madre le sigue agarrándola por el rabo.
«Si la hubiera conservado dos meses más hasta que pariera...», piensa el campesino. «Ya no habríamos podido ordeñarla. Y después del parto habría perdido peso. Ahora es el mejor momento.»
En la puerta del matadero la vaca vuelve a vacilar. Luego deja que tiren de ella.
Dentro, muy arriba, a la altura del tejado, hay un sistema de raíles. Por ellos corren unas poleas, de cada una
de éstas pende una barra de hierro con un gancho en el extremo.
Colgado de uno de estos ganchos, un caballo de cuatrocientos kilos abierto en canal puede ser trasladado de un lado a otro del matadero por un muchacho de catorce años.
El hijo sitúa el percutor contra la cabeza de la vaca. En una ejecución, la máscara hace a la víctima pasiva,
y protege al verdugo de su última mirada. Aquí garantiza que la vaca no va a apartar la cabeza del aparato que la dejará sin sentido.
Ceden las patas, y su cuerpo se desploma al instante.Cuando se derrumba un viaducto, visto desde lejos, parece que la construcción cayera lentamente al valle a sus pies. Lo mismo sucede con las paredes de un edificio tras una explosión. Pero la vaca cayó con la rapidez del rayo. No era cemento lo que sostenía su cuerpo, sino energía.
«¿Por qué no la matarían ayer?», se pregunta el campesino. El hijo empuja un pesado alambre por el agujero
perforado en el cráneo, hasta el cerebro. Entra unos veinte centímetros. Lo mueve para asegurarse de que todos los músculos del animal se distienden, y lo saca. La madre sujeta con las dos manos la pata delantera en primer plano, a la altura del menudillo. El hijo corta por la garganta y un raudal de sangre inunda el suelo. Durante un momento toma la forma de una enorme falda de terciopelo, cuya minúscula cintura sería el labio de la herida. Luego sigue manando y no se parece a nada.
La vida es líquida. Los chinos se equivocan al creer que lo esencial es el aliento. Tal vez el alma sea aliento. Los ollares rosados de la vaca tiemblan todavía. Su ojo mira sin ver, y tiene la lengua fuera, colgando a un lado de la boca.
Una vez cortada, la lengua será dispuesta al lado de la cabeza y el hígado. Todas las cabezas, las lenguas y
los hígados se cuelgan juntos en una hilera. Las quijadas totalmente abiertas, sin lengua, y las dentaduras circulares manchadas con algo de sangre, como si el drama hubiera comenzado con un animal, que no era carnívoro, comiendo carne. Bajo los hígados, en el suelo de cemento, hay unas gotas de sangre bermellón brillante, el color de las amapolas cuando acaban de florecer, antes de que se oscurezcan y se vuelvan púrpura.
En protesta por el doble abandono de su sangre y su cerebro, el cuerpo de la vaca se quiebra violentamente,
y las patas traseras embisten al aire. Sorprende que un animal grande muera con la misma rapidez que uno pequeño.
Como si el pulso fuera demasiado débil para seguir tomándolo la madre suelta la pata, que cae flácida contra el suelo. El hijo empieza a separar el cuero alrededor de los cuernos. Aprendió de su padre la rapidez en el oficio, pero ahora los movimientos del padre son lentos. Con gran parsimonia, al fondo del matadero, el padre está abriendo un caballo por la mitad.
La madre y el hijo están muy compenetrados. Cronometran su trabajo juntos sin intercambiar una palabra.
De vez en cuando se miran sin sonreír, pero comprendiéndose.
Ella alcanza una carretilla con cuatro ruedas, parecida a un cochecito de niño, pero larga, muy grande y calada.
Él, con un solo tajo de su minúsculo cuchillo, abre una raja en cada pata trasera y prende en ellas los ganchos. La madre pulsa el interruptor que pone en marcha el montacargas eléctrico. El cuerpo de la vaca se alza por encima de ellos y luego baja hasta quedar de costado en la carretilla. Juntos empujan el cochecito.
Su trabajo es parecido al de los sastres. La piel es blanca bajo el cuero. Abren éste desde el pescuezo hasta el rabo, de modo que parece un abrigo desabrochado.
El campesino a quien pertenece la vaca se acerca y señala por qué había que sacrificarla; dos de los pezones
se estaban descomponiendo, y era casi imposible ordeñarla.
Coge uno en la mano. Está tan tibio como en el establo cuando la ordeñaba. La madre y el hijo le escuchan, asienten con la cabeza, pero no le contestan y siguen con su tarea.
El hijo da un corte en las cuatro pezuñas, las retuerce hasta que se desprenden y las tira a un cubo. La madre retira las ubres. Luego, a través del cuero abierto, el hijo parte el esternón con un hacha. Esto recuerda al último hachazo antes de la caída de un árbol, pues a partir de este momento, la vaca deja de ser un animal y se transforma en carne, al igual que el árbol se transforma en madera.
El padre deja el caballo y atraviesa el matadero con paso cansino para salir fuera a orinar. Hace esto mismo
tres o cuatro veces durante la mañana. Cuando camina con cualquier objetivo muestra más energía. Pero ahora es difícil saber si arrastra los pies debido a la presión de la vejiga o para recordarle a su esposa, mucho más joven que él, que, aunque su vejez resulte patética, su autoridad sigue siendo inexorable.
La mujer lo sigue con una mirada inexpresiva hasta que llega a la puerta. Luego se vuelve solemnemente y empieza a lavar la carne y la seca después con un paño.
El cuerpo de la vaca, abierto en canal, la envuelve, pero la tensión ha desaparecido casi por completo. Se diría que está ordenando una alacena. Salvo que las fibras de la carne están aún estremecidas por la conmoción del sacrificio, y vibran exactamente igual que la piel del pescuezo de las vacas en verano para espantar a las moscas.
El hijo separa con una simetría perfecta los dos flancos del animal. Ahora ya son piezas de carne; esas piezas de carne con las que sueñan los hambrientos desde hace cientos de miles de años. La madre las empuja por el sistema de raíles hasta la báscula. Pesan juntas doscientos cincuenta y siete kilos.
El campesino comprueba el peso. Ha acordado nueve francos por kilo. No le dan nada por la lengua, el hígado, las pezuñas, la cabeza, los despojos. El pobre rural no recibe nada por las partes que se venden al pobre de la ciudad. Tampoco le pagan nada por el cuero.
En casa, en el establo, el lugar que ocupa la vaca sacrificada está vacío. Pone en él a una de las novillas jóvenes.
Para el próximo verano, la novilla habrá aprendido a reconocerlo, de modo que cuando la encierren por la
mañana y por la tarde para el ordeño, sabrá cuál es su sitio en el establo.

24 de abril de 2010

Confieso que he viajado









“Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca”. En el camino, Jack Kerouac







En el camino (On the road en el original) es una de las novelas más conocidas e influyentes del último medio siglo.
Kerouac, narrador y personaje, relata los viajes con amigos por los grandes espacios de Norteamérica, viviendo la experiencia como un fin en sí mismo. Ellos lo que quieren es estar “en el camino”.
Más allá de las aventuras, de las locuras y los excesos, lo esencial del viaje es el descubrimiento de un mundo nuevo y, sobre todo, el encuentro con sus propias identidades.

Si Kerouac encontró a Dean, yo me topé con Oscar.
Perteneciente a la misma generación beat que hizo famosa a la novela, yo no podría ser ajeno a la idea del viaje y la búsqueda.
Aunque debo reconocer que me faltan viajes.
No por carencia de estímulos, por supuesto, sino por la falta de oportunidades.
Eso hasta que apareció Oscar, que tiene una propensión no controlada de estar en otra parte, de querer estar fuera de casa, o de llevar encima su casa. Y que parece movido por un resorte que le impide estar quieto en Buenos Aires, San Luis o Córdoba.
Además nada ni nadie puede tranquilizar se deseo de moverse, de conocer, de ser un viajero incesante y como los personajes de la mítica novela, siente placer con la sensación de estar en la ruta.
La invitación a compartir sus experiencias terminó siendo irresistible.

Rumbo al “Estado Libre Asociado”
Oscar no es un conductor descuidado o que maneje corriendo.
Y no lo ponen ansioso, como a los “vacacionistas”, los mojones que indican el kilómetro.
Quien no lo conozca bien se quedará asombrado por la tranquilidad de su conducta, que dista mucho de la usual en la vida cotidiana.
El corto viaje (por el tiempo, no por la distancia), a la tan bien vendida (por él)  patria del Adolfo y del Alberto, se convertía en un desafío a ser un testigo directo. Como decía Mark Twain: suponer está bien, pero descubrir es mejor.
Luego de trasponer las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba por la histórica Ruta 7, uno tiende a darle la razón a los que creen que, aunque bien mantenida y marcada, es una antigüedad del Siglo XX. Superar, en plena cosecha, a camiones y maquinaria agrícola, se convierte en una empresa de verdadero riesgo.
En un momento, en medio del descampado, se levanta una especie de versión puntana de la Puerta de Alcalá que nos anuncia la entrada y nos da la bienvenida a San Luis.

Bienvenidos al paraíso
Resulta difícil decidir cuál de los siguientes ítems seduce más:
Las perfectamente iluminadas, forestadas y “esculturizadas” autopistas que llevan seguro y rápidamente a todos los rincones.
La ciudad de La Punta, con la Universidad, el estadio de fútbol y sus casas recién construidas (habitadas por gente que paga por muchas de ellas el equivalente a un “plan social”).
No registrar, como estamos acostumbramos en Buenos Aires, ningún anuncio gráfico sobre la paternidad de las obras (el común, ¡ gracias a mí ¡: expresión de soberbia del que cree propio los recursos que son públicos).
El complemento perfecto entre clima y paisaje.

Villa de la Quebrada
Un encuentro fortuito y la invitación a visitar el pequeño pueblo serrano dejará huella.
La primera sensación que tuve es que viajaba a otra dimensión temporal, a un mundo que parecía producto de la imaginación, de un recuerdo de otro tiempo.
Por supuesto, era pura subjetividad.
Ese pueblo vivía nuestros mismos tiempos, nuestros mismos miedos, nuestras mismas miserias y nuestras mismas mentiras. Veían TN y Canal 7 y leían Clarín, como cualquiera.
Aunque con la diferencia: eran capaces de vivir con todo eso y además con cosas extraordinarias.
Por ejemplo, con el aire puro y el cielo limpio. Y con el silencio crepuscular en los cerros.
Luego de eso sabía que tendría que volver al mundo real, pero satisfecho del descubrimiento de un mundo y un modo de vida distinto.
Finalmente caimos en la cuenta de que “todavía nos quedaba mucho camino. Pero no nos importaba: la carretera es la vida”.

Continuará…