31 de julio de 2006

Fútbol mundial



Quien no se desahoga, se ahoga
Con un nudo en el estómago, con palpitaciones desaforadas y con una angustia difícil de manejar, así era el estado en que me encontraba luego de ver el partido Argentina-Alemania.
Aún conmovido, silenciosamente me seguía preguntando: ¿Por qué tuvo que irse Abondancieri? ¿Por qué tuvo que errar Ayala y encima errar Cambiasso? ¿No hubiera sido decisivo, en ese partido definitorio, las gambetas de Messi?.
Aunque nadie me pedirá rendir cuentas, sin embargo me siento estar bajo sospecha.
Muchas veces me cuestioné seriamente si de verdad me gusta el fútbol, si no será una pose, una impostura, de aquel que sigue la corriente para no quedar desubicado.
Pero, mal que me pese y que le pese a algunos, comparto el sentimiento.
¿Por qué estoy dispuesto a sufrir por él? ¿Por qué me es imposible serle indiferente?
Sinceramente, ignoro los motivos. Al fin y al cabo todos tenemos momentos de debilidad, razones del corazón que la razón no conoce.
¿Cómo voy a evitarlo? ¿Mintiéndome? ¿Traicionándome? ¿Disimulando? No tiene sentido....

“Yo soy inmenso... y contengo multitudes”
Con la lógica irracional que el fútbol nunca deja de despertar, se establece una línea fronteriza: a un lado están los que disfrutan del fútbol (como es mi caso); al otro están los que aborrecen de él (en general mujeres, y sobre todo intelectuales) y que suelen preocuparse y preguntarse:¿Por qué negros, blancos y amarillos, viejos y jóvenes, pobres y ricos, izquierdistas y liberales, aguzan la vista y el oído cuando de fútbol se trata? ¿Por qué se sigue hablando y hablando y hablando de un hecho tan trivial como veintidós boludos disputando una pelota? ¿Cómo es posible, cómo se entiende, que la FIFA tenga más países afiliados que la ONU?.
Además, lo que en principio parece demasiado fácil, le cargan el sambenito de ser un gran negocio. Y señalan que es aprovechado políticamente y hasta convertido algunas veces en cuestión de Estado. Incluso hay quienes, haciendo mal uso de Marx, lo estigmatizan como el opio de los pueblos.
Entonces es cuando, cual buen amante, me veo obligado a recoger el guante.
En principio, se confunden quienes creen que el fútbol es una diversión. Yo diría que más bien es algo tremendamente serio y, como las corridas de toros, no divierte a nadie pero interesa y apasiona a muchos.
Se equivocan, además, los que piensan que sólo es un negocio. Porque, aún siéndolo a cierto nivel, lo paradójico es que el atractivo principal sigue siendo el juego.
Tampoco es pecado si “la comunidad imaginaria de millones, como señala Eric Hobsbawn, parece ser más realista que la de un equipo de once personas”. Más bien es virtud poseer la capacidad de convertirse en símbolo de pertenencia, de identidad, sobre todo nacional .
Pero menos todavía debería inferirse complacencia política cuando produce alegría popular. En todo caso, si produce rédito político, o no, la culpa no es del fútbol, cómo habría de serlo, sino del anfiteatro en el que se desenvuelve. Podría decir con Whitman,: no es mi culpa si soy inmenso... y contengo multitudes.

Pariente del arte
Hay algo en el fútbol que lo emparenta con el arte. Como el arte, el fútbol es menos comprensión que sentimiento y su sentido profundo no depende del estrecho marco de la realidad del juego sino de la universalidad del simbolismo oculto en él.
Téngase en cuenta, además, que si nadie pudo escribir una novela de fútbol, quizá sea porque es en sí mismo una novela.
En el fútbol, donde sólo el desenlace es seguro y todo lo demás se supone, hay misterio, tensión, incertidumbre y enemigos y víctimas, traidores y taimados, buenos y malos, ocultismo, exotismo, luchas políticas y religiosas, conspiraciones, amor, dolor, muertes y resurrecciones, infierno y cielo, belleza y lógica.
¿Se necesita más para ser una novela?

La revancha
El único consuelo que me quedaba era saber que, a diferencia de la vida, donde no siempre hay otra oportunidad, en el fútbol hay revancha, hay derrotados pero no vencidos.
Y como todos aquellos que se interesan por el fútbol, sabré esperar, con toda la paciencia que pueda disponer y con esa parcialidad de percepción y sentimiento a la cual estamos condenados, el desquite.
Con una tierna sonrisa de padre (o mejor de abuelo) me resignaba a lo que me había reducido mi relación con el fútbol, casi a olvidarme de mí mismo.
Pero, al fin y al cabo, como sostenía Machado, al fundir el corazón/con el alma popular/lo que se pierde de hombre/se gana de eternidad.