1 de noviembre de 2014

MDQ


 

Conste que pensamos para ella el fin de semana, con cierta perversidad de placer solidario.



 

 
 
 
 
 Sin embargo, con detenimiento de abuelos ociosos, no se hace necesario hacer un gran esfuerzo para programar un viaje.
Que, como sabemos, vendría a ser algo así como perder el tiempo en algo que resulta agradable. Como tampoco es tan sólo moverse en el espacio sino en predisponer el alma y aprender de nuevo.
 
 
 


 
 
 
 
 
 
 
Así, Mar del Plata asomaba como una ciudad formidable, con todo lo necesario para pasarla bien. Sobre todo por esa energía que siempre sorprende y que habíamos disfrutado tanto tantas veces.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Téngase en cuenta que ella desconocía los secretos guardados que la gran ciudad marítima posee para deleitarse.
Y que se trataba de un corto viaje.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ahora, seguramente, habrá que dedicarse a hacer la diferencia aprovechando al máximo el poco tiempo disponible.




 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La cuestión que la irrupción de la abrumadora claridad de la primavera estimulaba, entonces, como correspondía, a valorar y disfrutar los tiempos.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Con tanto sol, ideal era, en principio, pasar factura al mar. Alcanzaba, también, para reconocer, plácidamente acomodados en la arena, las amplias y cálidas playas.

 
 
 


 
 

 
 






Despojados de estrés, ya no ofrecía el menor reparo proyectarse en la aventura de conocer el puerto. Nunca podía faltar la postal de los barquitos pescadores y los lobos marinos.


 
 
 











Como balance contable, es decir, para ser contado, quedan infinidad de lugares, experiencias y otras cosas interesantes.



 
 
 
 








En fin, un viaje, al decir de Vasconcelos, se comienza con inquietud y se termina con melancolía. Condición, en definitiva, que incita a tener otra oportunidad.