18 de septiembre de 2005

El terror, la muerte y las imágenes

En un mundo “globalizado”, pero además “mediatizado”, como el actual, el terrorismo se convirtió en un fenómeno tan cotidiano como conmovedor. Desde luego no es novedoso el terror como arma política, ya que ha sido siempre una constante en la historia humana (los argentinos también tenemos una triste experiencia al respecto). Pero es casi inevitable que ante cada hecho de esta naturaleza, a simple vista de una irracionalidad manifiesta, se haga necesario un gran esfuerzo para encontrarle una explicación racionalmente aceptable.
En la búsqueda por explicar el terrorismo, lo podemos abordar desde distintas perspectivas, desde la filosofía, desde las ciencias humanas o desde la religión. Y seguro encontraremos argumentos suficientes, tanto para justificarlo (algunos) como para reprobarlo (muchos).
Pero me parece interesante analizarlo, no por los motivos por los cuales se justifica ante el mundo (la injusticia, la opresión, la seguridad, etc.) sino por lo que produce, lo que cosecha. Como en una novela policial cuando se trata de encontrar el culpable, a través de saber quién saca ventaja del crimen, quién se beneficia.
Sabemos que el miedo a la muerte es universal para todos los seres vivos, llámese instinto de conservación o necesidad innata de la continuación de la especie. Pero en el ser humano esto se agrava porque es el único ser consciente, además, de su propia finitud.
Por eso las imágenes y los símbolos que refieren a la muerte suelen tener efectos perturbadores sobre el observador de las mismas y producir en el individuo y en la sociedad consecuencias perdurables. Pueden generar desde pánico hasta recelo o sosiego, pero jamás son gratuitas o pasan desapercibidas. Desencadenan sentimientos que van desde lo terrorífico hasta lo placentero. Una calavera o un cadáver ensangrentado o mutilado llevan al terror, pero la imagen de un familiar muerto puede significar alivio y tranquilidad. Si para el terrorista suicida la imagen de la muerte debe ser apacible, porque no podría inmolarse si no fuera por una mejor vida o por la salvación eterna, sin embargo para sus víctimas, las imágenes son terroríficas.
Las religiones, que de esto saben bastante, suelen manejar los símbolos y las imágenes como forma de alivianar el drama inevitable de la muerte o para generar fidelidad a través del temor (por ejemplo las imágenes infernales). La cruz cristiana sería una mixtura, una síntesis perfecta: desgracia por la muerte y al mismo tiempo redención.
En el ámbito de la creación artística, esta influencia de los símbolos o las imágenes, la conocían desde el hombre primitivo hasta los griegos, que ya sabían de la influencia del drama en el espectador. Sin embargo a partir de Freud y al auge de las ciencias psicológicas, el estudio de estos fenómenos se hizo sistemático.
En un reciente trabajo de investigación de una universidad norteamericana, para comprobar el poder de las imágenes, se reunió a diez estudiantes, cinco demócratas y cinco republicanos y se les pidió, en el momento del almuerzo, que le proporcionaran al resto del grupo una cantidad de salsa picante en la comida. La distribución fue equitativa, una cantidad pequeña para todos sin distinción de pertenencia.
Pero la sorpresa no tardaría en llegar cuando a una parte de los estudiantes se les hizo ver imágenes relacionadas con la muerte. Llegado el momento de repartir la salsa picante, el grupo que vio esas imágenes repartió a su grupo de pertenencia la misma cantidad de salsa que la primera vez, pero a los integrantes del otro grupo les suministró el doble.
De esta manera se demostraba el poder que las imágenes ejercían sobre la conducta individual y por consiguiente en su comportamiento social. Ante la muerte, inconscientemente, al atemorizarnos, se producía un acercamiento al grupo de pertenencia (social, político, racial, religioso, ideológico, etc.) y al mismo tiempo agresividad al extraño, al otro.
Con los aztecas, una cultura a nuestros ojos particularmente sangrienta, sucedía algo similar. No solo se sacrificaban a los enemigos de la manera impiadosa conocida sino que además todo su arte reflejaba los sacrificios y eso no serviría para obtener buenas cosechas como creían, sino para generar temor y de esa manera fortalecer sus rígidas estructuras sociales, esa pirámide formada por la masa (pueblo y público de los sacrificios), los guerreros (proveedores de víctimas), los sacerdotes (verdugos) y la corona (los reyes).
Otro ejemplo del poder de las imágenes lo prueban los etruscos. Hace muy poco los arqueólogos descubrieron tumbas de ese pueblo en un muy buen estado de conservación y se encontraron con algo que, aparentemente, no tenía ninguna explicación. En algunas tumbas las imágenes que las rodeaban era plácidas y alegres y en otras eran terroríficas. La pregunta era ¿Por qué?. La solución al enigma apareció cuando se reveló que las tumbas correspondían a distintas épocas históricas.


Los etruscos eran un pueblo muy especial que vivieron en forma pacífica durante largo tiempo y a ese período correspondían las imágenes alegres y esa era la forma en que enfrentaban la muerte y celebraban a sus muertos.
Pero en algún momento apareció el peligro romano y las imágenes alegres se trastocaron en terribles. Y esas imágenes terroríficas servían para aleccionar al pueblo sobre la necesidad de la resistencia, para no morir a manos de los enemigos que venían por sus vidas y por sus bienes.
Estas investigaciones pueden ser útiles para comprender, por lo menos en algún aspecto, el fenómeno del terrorismo, de cómo influye en la sociedad y sacar conclusiones.
Cualquier observador poco distraído podría percibir por ejemplo que, después del atentado a las Torres Gemelas, además de proporcionar una excusa perfecta para la invasión a Irak, se fortaleció la estructura represiva y a los sectores más retardatarios de la sociedad norteamericana, como los vinculados a la industria de la defensa. Y que a dos días de los atentados del terrorismo islámico en Londres, los diarios informan de atentados contra la comunidad islámica y alertan del peligro de que se acrecienten (odio al extraño, xenofobia).
En definitiva, el terror encierra en sí mismo una concepción del mundo profundamente reaccionaria. En primer lugar porque da rienda suelta a los instintos más agresivos vinculados con la muerte y a los cuales pone a la cabeza de la conducción de la historia. Y además porque desprecia los bienes más importantes del hombre y que han sido el motor de la historia hasta nuestros días, como la vida, la libertad y la justicia (que son universales y no occidentales y cristianos).
Por eso más allá de las causas por los cuales se pretende justificar ante la historia, ya sea por motivos religiosos o cualquier otro, el terrorismo no deja de ser un método de acción política y debería ser analizado políticamente por las consecuencias de su accionar.