19 de marzo de 2006

24 de marzo: Memoria del mal



Un diálogo con el pasado siempre es útil. Recordar, no olvidar, utilizando los conocimientos de la historia, es provechoso para pensar sobre el presente y como reflexión moral y política.
Seguramente el 24 de marzo se recordará el sacrificio de miles de argentinos a manos de la dictadura militar. El consiguiente repudio moral a las violentas desapariciones. Y la unánime condena al Proceso.
Aunque sospecho que esa reivindicación de la memoria quizá no alcance a toda la época y ni siquiera a todos los protagonistas.
Porque, por ejemplo, reducir la memoria al terrorismo de estado sería de una simplificación tendenciosa que sólo puede servir para repetir la tragedia.
De la misma manera que no podría entenderse el nazismo sólo por los campos de exterminio, tampoco podría entenderse la dictadura militar sólo por los desaparecidos.
¿Quién puede no condenar el horror moral de las desapariciones? ¿Quién puede defender al totalitarismo como intento por someter al individuo y al grupo y de imponer valores únicos a toda la sociedad, proyecto que hoy sabemos que es imposible y trágico?.
Pero de lo que se trata es de no ahorrar verdades. O sea: decirlas.

La antesala
La descripción del espíritu prevaleciente en la época del golpe, con sus violentas manifestaciones, el culto a la sangre, ha sido hecha muchas veces y no es necesario repetirla.
Sin embargo, importa, y mucho, las acciones e inacciones que ayudaron a construir los sólidos cimientos de aquel innecesario 24 de marzo.
Sería saludable repasar los acontecimientos anteriores.
Por ejemplo, desde el ´73 en adelante. Desde el regreso de Perón. Circunstancia que coincidía, como bien lo apuntaba Abelardo Ramos, con un florecimiento de las ilusiones más exageradas de un sector de la juventud de la clase media, que pretendió ver en el anciano caudillo “virtudes” que no poseía y que desilusionados, luego, pasarían muchos de ellos a la oposición, mientras una minoría a engrosar los grupos terroristas.
Esos grupos terroristas (algunos de distinto signo ideológico y un común odio al peronismo y otros prohijados desde el gobierno) que con sus criminales provocaciones y su contribución al caos le otorgaron el pretexto ideal a los militares sediciosos para hacerse del poder.
También vale poner al descubierto a todos los medios de comunicación y a los poderosos bandidos del “mercado”, que jaqueaban al gobierno. A la izquierda y la ultraizquierda gorila, que contribuyeron a echar más leña al fuego con la idea de “cuanto peor, mejor”. Y el lavado de manos de Balbín, jefe de la oposición, frente al inminente pronunciamiento militar.
Muchos de ellos, luego, terminaron ocupando variados cargos públicos, como radicales y socialistas, o apoyando, como el PC a las “palomas” Videla/Viola, contra los “halcones”, en el momento más álgido de los negocios con la Rusia comunista.
También merecería destacarse, por supuesto, los errores del propio gobierno y la cobardía de la dirigencia peronista, política y sindical, que no hicieron lo suficiente para sostenerlo.

El cesarismo
Caído finalmente el débil gobierno peronista, popular y democrático, entra en escena el más retrógrado cesarismo conocido.
Se interviene la CGT y la CGE, aunque no la Sociedad Rural. Los partidos políticos son proscriptos. La economía pasa a manos “privadas” mientras el crimen pasa a ser una cuestión de estado.
A la cúpula militar solamente los unía el deseo de contestar eficazmente las provocaciones terroristas. Y para eso echaron mano a los manuales de contrainsurgencia facturados por los franceses.
Rogelio García Lupo se preguntaba sobre el por qué nadie alertó a tiempo a los jerarcas militares sobre los riesgos que asumían al reproducir simiescamente en el país los métodos de contrainsurgencia empleados por los franceses en sus aventuras coloniales, desconociendo que acá no se trataba de una guerra colonial sino, a lo sumo, de una “subversión” armada. Y que además esos métodos ni siquiera les dieron resultado a sus mismos creadores.
La batalla militar, que el Gral. Harguindeguy se jactaba de haber ganado, fue llevada a cabo de un modo tan furtivo que la mayoría de los argentinos todavía no sabemos ni la exacta cantidad de víctimas ni si eran inocentes o culpables, ya que no tuvieron ni un justo juicio ni una condena digna. También reconocía el émulo de Lavalle, aunque no de San Martín, que habían perdido la batalla política.
Es decir: habían “ganado” una batalla, pero perdieron la guerra. La Argentina la perdió.

Ahora
Además de una suma de errores, el 24 de marzo del ’76 es una serie de faltas, o más grave aún, de pecados.
Y como todas las tragedias se alimentan de negaciones, simplificaciones y de mucho dogmatismo, encomendémonos a la Memoria para que se desvanezcan las crueles utopías que ensangrentaron al país, fumiguémoslas con la crítica, como decía un poeta, para no ser condenados a contar la misma historia.