13 de noviembre de 2005

PARADOJA











Nos conocemos desde hace tiempo, pero no nos frecuentábamos. Un día nos organizamos para reunirnos todos los martes en el café.
La mayoría eran habladores compulsivos. Seguro que en sus casas no pueden hablar, pensaba; pero no lo decía.
El ambiente era agradable y contaban anécdotas y reían. Yo no participaba demasiado; mi timidez lo impedía.
Y como soy un convencido de que en el drama de la vida sólo se puede ser actor o un simple espectador, igual que yo, comencé a escribir historias para que disfruten mis amigos.
En la primera historia incluí a uno de ellos. La mayoría lo festejó con carcajadas, salvo el elegido como personaje.
A la semana siguiente, para alegrarlos, incorporé a otros. Eran historias, después de todo, que reflejaban sus narraciones orales. Ahora algunos permanecían como meditando y otros apenas sonreían.
Finalmente no quedaría ninguno fuera de mis escritos; no vaya a ser que termine generando celos entre los amigos.
Llevé los papeles con entusiasmo a la cita. No estaban todos. Cuando me acerqué a la mesa se levantaron, como impulsados por resortes, y con cara seria se disculparon y se fueron.
Esa fue la última vez que vi a mis amigos, a pesar de que sigo concurriendo todos los martes al café.